Desde que Charles Darwin escribió en 1859 su Origen de las especies, sabios de todo el mundo habían comenzado a buscar lo que se dio entonces en llamar el eslabón perdido, es decir, el estado intermedio entre el simio y el ser humano, su actual descendiente. Se había desatado una verdadera fiebre entre los científicos que se creían dignos de este nombre. Tenían que luchar por obtener la prueba que tanto se buscaba. Y finalmente, en 1912, correspondió a dos sabios británicos sumamente modestos el honor de descubrir ese eslabón.
Uno de ellos se llamaba Charles Daw- son y era, además de abogado, un gran aficionado a la geología y a los fósiles que vivía en Lewes, lugar cercano a Piltdown. Tuvo noticias de que en cierto sitio —jamás se supo quién le había informado— era posible que pudiera desenterrar alguna pieza de valor. Tuvo suerte. Con sólo dos o tres paladas que dio, encontró unas herramientas supuestamente prehistóricas, además de un cráneo acompañado de su correspondiente quijada. Los ingleses se sintieron sumamente satisfechos con el hallazgo, al que dieron el nombre de Eoanthropus. Era, sin duda alguna, el eslabón perdido. Quedaba demostrado que las Islas Británicas habían sido el primer país donde se instaló el hombre primitivo, una vez superada la etapa inicial de vulgar simio.
Era lógico que así fuera, afirmaron, porque Gran Bretaña era no sólo la
primera potencia naval, sino la más rica en intelectuales del mundo.
Una vez que se realizó el descubrimiento, Dawson mostró las valiosas piezas a su amigo el paleontólogo Arthur Smith Woodward, miembro del prestigioso Museo Británico. Se emocionó tanto el señor Dawson con el descubrimiento que vino a morir cuatro años después, no sin antes suplicar a Woodward que siguiera escarbando. Y así éste siguió adelante durante cinco años más, pero tuvo que abandonar la tarea al caer en la cuenta de que no obtenía éxito en la empresa. Hizo bien en darse por vencido, porque jamás hubiera bailado en aquel lugar nada que valiera la pena.
En 1931, cuando tampoco Woodward pertenecía ya a este mundo, cierto David Charles Waterton, profesor de anatomía en el King’s College de Londres, declaró que la quijada debió pertenecer a un simio cualquiera ynoaun ser humano, y lo mismo dijo el paleontólogo William Howells. Les mandaron callar a ambos, porque aquello que decían era atentar contra el prestigio de la patria. Bueno es decir que este Waterton, amigo de Conan Doyle, era sumamente aficionado a gastar bromas a los incautos. Se sabe que en cierta ocasión cazó un mono sin importancia y le modificó el cráneo, para darle apariencia humana. Conocía además el lugar donde excavaría Dawson, y que carecía de vigilancia. Sería fácil esconder bajo tierra lo que a uno le viniera en gana.
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