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martes, 4 de noviembre de 2014

Enigmas y Fraude - No creáis todo lo que dijo Ripley

Enigmas y Fraude - No creáis todo lo que dijo Ripley



La historia del ataúd que navegó varios miles de kilómetros, flotando de mane­ra maravillosa, figura en todos los li­bros dedicados al apasionante tema de los hechos insólitos, sin caer en la cuen­ta sus autores de que se basa en un error de interpretación.

El 8 de septiembre de 1900, un fu­rioso ciclón había devastado la ciudad texana de Galveston, situada a orillas del Golfo de México, causando enormes pérdidas humanas y materiales. Se inundó gran parte de la localidad y las olas encrespadas llegaron hasta el mismo panteón y arrebataron numero­sos ataúdes que se llevaron mar aden­tro. Entre las cajas que se echó a faltar se encontraba la que contenía los restos de un famoso actor fallecido el año an­terior. Su nombre fue en vida Charles F. Coughlan.

Partiendo de algo que no parecía poseer demasiada importancia, se qui­so inventar una historia inverosímil: que las olas habían arrastrado el ataúd hasta la isla del Príncipe Eduardo, si­tuada muy al norte, entre la Nueva Es­cocia canadiense y Terranova, descri­biendo la más increíble de las travesías, puesto que la isla se halla en el interior de un golfo de difícil acceso. Y el pesado objeto encalló finalmente en una playa.

Unos pescadores se aproximaron a ver qué era aquello que les traía el mar. Descubrieron el nombre del difunto grabado en la placa del ataúd —es acon­sejable escribir siempre el nombre del huésped en los féretros, por si un día se los lleva lejos el mar—y se ocuparon de informar a las autoridades. Coughlan recibió nueva sepultura en el cemente­rio del lugar, muy tranquilo y a prueba de robos marinos. Se dijo entonces que, curiosamente, aquella isla era la mis­ma donde había nacido el viajero, que de manera tan insólita regresaba a su patria. La singular travesía fue dada a conocer en numerosos libros, periódicos y revistas serias, y ni un solo lector dejó de darla por buena, a pesar de ser rica en errores y confusiones.



No creáis todo lo que dijo Ripley


En un dominical de Ripley, Gertrudis Coughlan leyó que el ataúd que contenía los restos de su padre, desaparecido a resultas de un ciclón, había realizado un viaje extraordinario navegando 3.200 kilómetros, desde el Golfo de México hasta encallar al norte en la isla Príncipe Eduardo, itinerario fantástico que reproduce el mapa inferior.

En primer lugar, el actor no había nacido en la isla, sino en París, en 1841, de padres irlandeses adinerados. Casó en 1893, a la edad de 52 años, y adquirió una residencia veraniega en aquella isla del Atlántico canadiense. Fue a morir el 27 de noviembre de 1899, en­contrándose de gira en Galveston. Es cierto que desapareció el ataúd de re­sultas del ciclón, que fue de verdad espantoso, y que su hija Gertrudis in­virtió una fortuna en su búsqueda, cuando andaba por los 28 años de edad.

Había leído en uno de los Aunque usted no lo crea dominicales de Ripley que el ataúd de su padre había navegado 3.200 kilómetros antes de encallar Trineo que usó el en la remota isla del Príncipe Eduardo. comandante Gertrudis observó al instante dos errores en la noticia,no eran correctos el llegar al polo Norte lugar de nacimiento y la fecha de defunción de su padre. Debía exigir que se corrigieran ambos datos ocurrio inventar aquel largo viaje por mar del ataúd.

Acudió a la oficina de Ripley, en busca de información. Le dijeron que la noticia les había sido facilitada por dos antiguos conocidos de su padre. Uno era Lily Langtry, una actriz inglesa que había tenido un cálido romance con el príncipe de Gales y que, despechada al verse un día rechazada, fue a recorrer el Far West y se lió con un tal juez Roy Bean, amigo de empinar el codo, que gustaba de ahorcar a quienes le eran antipáticos. Ni doña Lily ni la otra persona, cuya identidad permaneció secreta, supieron confirmar la noticia del ataúd llegado tan lejos.


¿Fue otra historia inverosímil, in­ventada y reformada por algún emplea­do de Ripley que deseaba enriquecer la tan gustada sección periodística, sólo para que se vendieran más suplemen­tos culturales del domingo?



Enigmas y fraude - El extraterrestre de puebla

Enigmas y fraude - El extraterrestre de puebla





Bueno será narrar a continuación lo sucedido en 1973 en la ciudad mexi­cana de Puebla, situada a unos cien kilómetros al este de la capital, donde alguien hizo correr hace años la noticia de que un inglés fue raptado por la nave espacial que llegó una noche desde los confines del cosmos.


Decía el autor de este infundio, el italiano Peter Kolosimo, en su libro Ombre sulle stelle, que en 1950 se pre­sentó en la ciudad un inglés estrafala­rio proclamando por todas partes que tenía noventa mil dólares depositados en un banco, no recordaba cuál. Añadía que fundó un negocio de instrumentos de óptica, pero como lo que fabricaba este sujeto parecía no haber sido del agrado de las potencias de muy arriba, mandaron un mensajero a bordo de una nave espacial y un buen día se llevaron al inglés consigo, después de destrozar todo cuanto había en el negocio.

Esto es lo que explicaba Kolosimo en su libro, y de algún lado tuvo que sacar tan fabulosa noticia. El autor de la presente obra, que dirigía por aquellos tiempos en México una revista de lo insólito, buscó información en toda Puebla. Intentó entrevistar a los esca­sos súbditos de su Majestad que habi­taban en la ciudad, hurgó en los perió­dicos anteriores al año 1950, indagó en los bancos y nada obtuvo. Se acercó a quienes pudieran recordar un aconteci­miento tan extraordinario y, cuando desesperaba de hallar alguna referen­cia al suceso, dio con alguien. Era el administrador del antiguo Hospital Civil, quien no había olvidado la figura de un inglés llegado a la ciudad no en 1950, sino en los años inmediatos al fin de la II Guerra Mundial.

Muy cerca de la vieja catedral de Puebla, ciudad situada a escasos cien kilómetros de la capital de México, fue donde los tripulantes de un ovni raptaron a un inglés que podría causarles serios perjuicios. La noticia fue inventada por un escritor italiano, a quien no importó exagerar los hechos.

Sufría una terrible psicosis de gue­rra y tenía los nervios deshechos. Era cierto que presumía de ser dueño de varios miles de dólares, pero fuera de esto nada coincidía su historia con la que quiso resucitar el italiano, muy a su manera. En realidad, no hubo rapto de ningún inglés por una nave extrate­rrestre, sino que el pobre diablo falleció en el hospital mencionado. Había insis­tido en que le aplicasen una inyección de vitamina B, a pesar de que le ocasio­naba serios perjuicios. Y eso fue todo. Resultó imposible identificar al desco­nocido para seguirle la pista, porque al construirse el nuevo hospital se extra­viaron los archivos del viejo.

La historia del inglés de Puebla se complicó, a partir de un suceso aparen­temente trivial, para convertirse en secuestro a escala cósmica. Después de escribir Kolosimo su libro, quedó acep­tado el hecho de que hubo intervención extraterrestre en la desaparición del inglés desconocido. ¿No es curioso vercómo, a partir de una interpretación defectuosa, surge a veces un edificio de embustes y de errores inconscientes?

Pero no sólo en el terreno de los fósiles y de los extraterrestres abundan los fraudes y los errores. Son mucho más numerosos de lo que el lector pue­da pensar...



Enigmas y fraudes - EL MONSTRUO QUE LLEGÓ ENVUELTO EN HIELO

EL MONSTRUO QUE LLEGÓ ENVUELTO EN HIELO
Uno podría jurar, ahora que la ciencia cuenta con técnicas más depuradas — sofisticadas, dicen los pedantes que gustan de leer libros en inglés— para denunciar las falsificaciones, que sería sencillo desenmascarar a los culpables antes de darles tiempo a aprovecharse de la proverbial ingenuidad de los seres humanos y, en especial, de los sabios. Pero no es así. Si gente amiga de gastar bromas logró sorprenderlos en el pasa­do, es cosa que no debe extrañamos. Había, por un lado, un deseo incons­ciente de aceptar lo que fuera, para no ser mirados de reojo, como sucedió con el cráneo de Piltdown. Además, se care­cía de recursos apropiados para dar con la verdad.

Así no debería aceptarse, todavía en la actualidad, que existan científicos que hayan podido ser burlados con en­tera impunidad. Y esto fue lo que su­cedió, precisamente, con el monstruo que llegó envuelto en hielo.



El teléfono que repicó en la noche

Ivan T. Sanderson, ya fallecido, fue un afamado escritor y científico que dedicó gran parte de su vida al estudio de la criptozoología, o búsqueda de los ani­males de los que todos hablan pero que nadie jamás vio, como el monstruo de Loch Ness, el yeti del Tibet, la serpien­te marina y otros seres igualmente inasibles. Una noche, hace poco más de veinte años, conversaba Sanderson con su amigo Bemard Heuvelmans, zoólo­go belga, cuando sonó el teléfono. Era un viejo conocido, de nombre Terry Culler, quien deseaba comentarle algo acerca de un auténtico hombre de las cavernas cubierto de pelambre,' que acababa de ver exhibido en una feria, en la población de Rollingstone —nada que ver con los cantantes de rock—, en el condado de Winosa, perteneciente al

Hasta el día en que se descubrió la verdad sobre el hombre envuelto en hielo, descubierto en aguas del Pacífico Norte, se vino creyendo que habría viajado por la cuarta dimensión desde el Pleistoceno o que era un caso increíble, fantástico, de individuo resucitado, después de permanecer congelado en tierras árticas, como si fuera un vulgar mamut.

estado de Minnesota. ¿Le agradaría conocer aquella curiosidad, antes de que se llevasen aquel ser monstruoso a otro sitio?

Esto sucedió el 17 de diciembre de 1968. Dos días después se encontraban los dos hombres en presencia de Frank Hansen, una especie de Bamum, pro­pietario del ser congelado. Lo tenía en­cerrado, envuelto en hielo, dentro de una vitrina vertical iluminada con tu­bos de neón. Salían burbujas del cuer­po y despedía una pestilencia tal que hizo suponer a los dos amigos que se estaba descomponiendo rápidamente. Sin duda, aquel ser era auténtico.

El dueño del hombre peludo atrajo la atención de los visitantes sobre el mal estado de una parte de la cabeza:






parecía como si el orificio abierto en un ojo hubiese sido causado por una bala. Por otra parte, la posición del brazo izquierdo, levantado como si el mons­truo peludo hubiera querido rechazar una agresión, ¿no era acaso prueba suficiente de que un desconocido inten­tó agredirlo y tal vez lo mató?

El cuerpo, explicó Hansen a aquella gente tan interesada en el contenido de la vitrina helada, había sido descu­bierto en un bloque de hielo de tres toneladas que flotaba a la deriva en el mar de Okhotsk, cerca del estrecho de Behring. Fue un cazador ruso de focas el que lo halló. Añadió el dueño del ser peludo que el bloque le fue incautado al ruso por las autoridades chinas y que vino a aparecer algún tiempo después en Hong Kong. Tal vez fue a partir de entonces que comenzó a oler mal.

Supo del hallazgo un millonario es­tadounidense y adquirió el monstruo para cedérselo a Hansen por una módi­ca suma mensual. Bien se veía que era un perfecto filántropo. Una vez el ser peludo en su poder, Hansen se dedicó a viajar por todos los estados de la Unión, a partir del mes de mayo de 1967. Y dos años después de conocer Sanderson y Heuvelmans al monstruo, su dueño declaró a la revista Saga, especiali­zada en reportajes truculentos, que aquel ser era en realidad un sasquatch —equivalente norteameri­cano del yeti, que dicen abunda en los bosques del norte del país— que él había logrado matar en 1960, cuando cazaba en la región de Minnesota.

Los dos zoólogos amigos jamás cre­yeron que hubiera engaño en lo que vieron. El belga escribió un artículo que aparecería publicado en el Bulletin de l Instituí Royal de Sciences Naturelles de Bruselas, en febrero de 1969. Y como era muy amigo de las taxonomías, no vaciló en conceder al extraño ser el nombre de Homo pongoides — pongo: nombre vulgar del orangután—. En cuanto a Sanderson, quien tuvo oca­sión de fotografiar al monstruo, fue a consultar con Jack A. Ullrich, hidrólo­go de Westport, Connecticut, sobre la posibilidad de que un hombre de las cavernas hubiera logrado conservarse en hielo durante varios miles de años, tal vez desde el Paleolítico.

La respuesta fue negativa. El proce­so de descomposición de un ser cual­quiera no se detiene, aunque se man­tenga en hielo. Es necesario alcanzar el cero absoluto — es decir, 273 grados centígrados por debajo del momento en que se forma el hielo— para que se detenga el proceso. Y esa temperatura jamás se alcanza en la naturaleza. Sólo es posible aproximarse a ella por me­dios artificiales, como sucede en la lla­mada criogenia, cuando un cadáver es conservado en espera de que algún día se encuentre remedio para el mal que lo condujo a la tumba.


¿Acaso el cuerpo pertenecía a un sasquatch, como había afirmado Hansen?

¿De dónde llegó el monstruo, en realidad?

El hielo en el que permanecía ence­rrado aquel tipo rico en pelambre, si­guió explicando Ullrich, era anormal­mente trasparente. No pudo ser congelado el ser en el mar o en un pantano de aguas sucias, porque ha­bría aparecido turbia su figura. No ha­bía duda en cuanto a que había perecido hacía tan sólo unos cuantos años. Y su fin no pudo ser semejante al del mamut hallado en 1902 en el norte de Siberia, a orillas del río Beresovka, que se con­geló repentinamente cuando se al i men­taba a orillas de la corriente.

Afirman los expertos que no es posi­ble congelar una masa tan gigantesca como es un mamut de manera rápida por la sola acción del hielo polar. Suce­dería lentamente, formándose crista­les en las células, y la carne quedaría inservible para su consumo en la mesa. Pero resulta que el mamut siberiano pudo ser comido por los cazadores que descubrieron al animal.

Para congelar tan repentinamente a aquel organismo hizo falta que la temperatura descendiese en cuestión de segundos, hasta alcanzar los 150 grados bajo cero, como mínimo. Y esto no es posible que sucediera en el lugar donde el mamut se alimentaba apaci­blemente con las plantas acuáticas per­tenecientes a la familia de las ranun­culáceas. Y estas plantas crecen en los países que gozan de clima templado. ¿Qué sucedió entonces para que el mamut quedase convertido en un gi­gantesco sorbete?


>De dónde llegó el monstruo, en realidad? 

Opinan los geólogos que pudo pro­ducirse una erupción volcánica y que por el cráter surgieron lava y gases a enorme presión. Fueron proyectados a las capas más altas de la atmósfera, en cosa de segundos. Descendió poco des­pués el aire frío hasta la superficie, congelándolo todo. El mamut quedó convertido en estatua de hielo, listo para permanecer conservado durante un largo número de siglos.

¿Fue algo semejante lo que sucedió al hombre peludo envuelto en hielo, contemporáneo acaso del enorme pa­quidermo, y tan peludo como él?


Surgen las primeras dudas

Sanderson fue a visitar entonces a su amigo John Napier, quien tenía a su cargo la sección de Primates del Insti­tuto Smithsoniano, en la ciudad de Washington. Deseaba hacerle algunos comentarios acerca del ser que tanto le preocupaba. Napier se mostró suma­mente escéptico al contemplar la foto­grafía del ser. Su rostro no pertenecía a ningún tipo de simio conocido. Intentó adquirir el ejemplar para el Instituto cuando acudieron ambos a ver a Hansen. Pero declaró éste que no lo tenía ya. El millonario se lo había lle­vado para sacarle una copia y le había prometido entregársela muy pronto. Esto hizo pensar a Napier que aquel asunto olía tan mal como había dicho Sanderson que le sucedía al hombre congelado.

Cocodrilos gigantescos, voraces tiburones de quijadas grandes como plazas de toros han sido tema preferido por los cineastas, pero a estos monstruos habrá que añadir los dinosaurios. Son seres que siguen cautivando a quienes sufren tan sólo de pensar en la posibilidad de hallarse frente a frente con animales tan descomunales.

Mientras tanto, Hansen seguía re­corriendo el país exhibiendo el ser envuelto en hielo, sin confirmar ni negar jamás su autenticidad. Era un tipo muy listo ese Hansen, tal vez más que el propio Barnum, además de embustero y gran publicista. Supo explicar que dos científicos sumamente serios habían declarado que el monstruo peludo era genuino, y es sabido que los buenos científicos jamás cometen errores.

En agosto de 1981, el periodista Michael Kerman, del Washington Post, tuvo ocasión de conocer a Hansen. Le preguntó si aquel supuesto Bigfoot —o pies grandes, otro de los nombres con­cedidos al sasquatch, visto mal por al­gunos sabios norteamericanos, porque es indio— suyo era el original o sólo una copia. El hombre sonrió y dijo que todo en la vida es ilusión. Pero esta filosófica ilusión dejó muy pronto de serlo gracias a otro periodista. Se llamaba Eugene Emery y trabajaba para el Providence Journal, que se publica en la capital del diminuto estado de Rhode Island.

Fueron a ver a Hansen dos antro­pólogos de la universidad Brown, que declararon a continuación lo siguiente: aquello era un fraude de lo más gordo. Emery escribió entonces un artículo que llamó la atención de cierta joven llamada Bonnie Delzell, dibujante que vivía en la capital del país y se encon­traba casualmente en Providence. Ex­plicó la joven al periodista que la pri­mera vez que tuvo noticias del tal monstruo fue a fines del año 1960, de labios de su amigo Leonard C. Besson.

Fueron a ver a Hansen dos antro­pólogos de la universidad Brown, que declararon a continuación lo siguiente: aquello era un fraude de lo más gordo. Emery escribió entonces un artículo que llamó la atención de cierta joven llamada Bonnie Delzell, dibujante que vivía en la capital del país y se encon­traba casualmente en Providence. Ex­plicó la joven al periodista que la pri­mera vez que tuvo noticias del tal monstruo fue a fines del año 1960, de labios de su amigo Leonard C. Besson,

Besson explicó a Emery que, en aquel año de 1960, un hombre se acercó a él en busca de consejo. Quería fabri­car una figura especial, que pensaba congelar y exhibir en 1as ferias. Debería ser una réplica exacta del hombre de Neanderthal, recordó Besson que le dijo aquel individuo, cuyo nombre ha­bía olvidado. Pero no había olvidado, que Howard Ball, empleado del museo, se ocupó de hacer el trabajo.

Este Ball fabricaba modelos de toda clase para Disneylandia, en el suburbio de Annahéim. Fue el creador de los animales del "Crucero por la jungla", pero su principal especialidad fueron siempre los animales prehistóricos.

Fue el autor, entre otras cosas, de los grandes dinosaurios mecánicos que presentó la Ford Motors en la Feria Mundial de Nueva York celebrada en el año 1964. •

Creó el monstruo peludo en su estu­dio de Torrance, cercano a Los Angeles, para el cliente que pensaba convertirlo en hombre prehistórico congelado. Ela­boró Ball la piel con goma de media pulgada y dispuso los brazos del ser en actitud defensiva. Y a petición del Chen­te abrió un orificio en un ojo, para que se pensara que había recibido una bala disparada por un extraterrestre llegado a la Tierra hace 30.000 años o por un hombre contemporáneo que hubiera viajado hasta aquella época en una máquina del tiempo. Esto fue lo que contó a Emery la viuda de Ball, y añadió que aquel señor declaró que pensaba llevar la figura a México (donde jamás la vio nadie).

Lo único cierto en la historia de Charles F. Coughlan es que existió realmente este personaje y que Galveston, como cualquier población del Golfo de México, ha estado siempre expuesta a sufrir la violencia de los muchos ciclones que se forman en verano en esta región, que habían dado ya buena cuenta, antaño, de muchos galeones españoles.

Cuando aún vivía Howard Ball, él y su esposa se divirtieron como locos al leer en la revista Argosy la noticia del caso y más aún cuando supieron que había dado la vuelta al mundo y que incluso la famosa revista francesa Planéte, que siempre se jactó de no dejarse engañar por nadie, cayó en la trampa. Jamás pudieron pensar los esposos Ball que la broma hubiese lle­gado tan lejos. Añadieron que nunca hubo millonarios ni bloques de. hielo flotando en las cercanías de las islas Aleutianas, y menos aún un cazador de focas ruso o unos chinos que se apodera­ron del extraño ser peludo flotando a la deriva dentro de su prisión helada.
En cuanto a Frank Hansen se refie­re, se tienen noticias de que siguió via­jando unos años más, con su monstruo de goma, haciendo las delicias del pú­blico. Y se asegura que recuperó con creces su inversión inicial.

Enigmas y fraudes - EL FOSIL QUE INVENTARON EN PILTDOWN

EL FOSIL QUE INVENTARON EN PILTDOWN


Hasta no hace mucho tiempo era imposible comprobar ia veracidad de muchos hechos históricos y teorías científicas, pero con el adelanto tecnológico actual se ha podido desmitificar ciertos supuestos sucesos y verificar otros reales. Con la paleontología, se puede demostrar con admirable precisión la edad de un fósil.


La técnica de la termoluminiscencia es el último adelanto para determinar con asombrosa exactitud la edad de un fósil cualquiera o de un objeto de enorme antigüedad. Ha servido, junto con otras no tan confiables —como la del radiocarbono, por ejemplo, para ayu­dar a la paleontología. Pero también para descubrir algunos fraudes cometi­dos en el pasado y en el presente.En 1861 se descubrió en Alemania la huella dejada en una roca por lo que se creyó era un arqueoptérix del Ju­rásico, viejo de 150 millones de años. La roca, con todo y la huella, pasó a poder del Museo Británico. Lástima que, en fecha reciente, el astrónomo Fred Hoyle demostrase que nada tenía de antigua. Y poco antes de la guerra civil española, el antropólogo Pedro Bosch Gimpera escribió una documentada monografía sobre los dibujos rupestres recién descubiertos en una cueva. Todo se vino abajo cuando un pastor llegó a declarar que las pinturas las había he­cho él, un día que llovía mucho y corrió
 a refugiarse dentro de una gruta con todas sus ovejas.
El otro fue Arthur Conan Doyle (1859-1930), creador de ese Sherlock Holmes que se haría célebre por sus dotes deductivas utilizadas para resol­ver los casos criminales más compli­cados. La agudeza mostrada por el ge­nial detective no tuvo su equivalente, en todas las ocasiones, en la perspicacia del escritor, quien fue víctima en varias ocasiones de bromas malintencionadas por culpa de su gran afición al espiritis­mo. En cierta ocasión fue objeto de las atenciones más que personales de cierta aparición incorpórea llamada KatieKing, de laque el pobre Arthur se enamoró como un tonto.
Tal vez fue para demostrar que tam­bién él podía burlarse de los demás que ideó el asunto aquel de Piltdown, ade­más de que no podía perdonar a los científicos británicos que habían reído a carcajadas al conocer su novela sobre la máquina del tiempo.
En la historia de la paleontología se detectan fraudes que, con frecuencia, convirtieron a sus autores en el hazmerreír del momento, como sucedió con el jesuita Pierre Teilhard de Chardin y con el escritor Arthur Conan Doyle. No obstante, ha habido importantes avances a manos de grandes y serios investigadores como Charles Darwin, quien nos legó el apelativo de eslabón perdido que hasta hoy usamos para describir a tantos personajes raros.

Conmocionó al mundo y más aún a los ingleses


Así como Stephen Jay Gould, paleon­tólogo de la universidad norteamerica­na de Harvard, fue quien sugirió que el autor del fraude había sido Teilhard de Chardin, todavía joven jesuita, otro científico estadounidense, John Hathaway Winslowe, culparía a fines de 1983 al creador de Sherlock Holmes. Redactó una tesis, publicada en el nú­mero 83 de la revista Science, de sep­tiembre de 1983, en la que afirmaba lo siguiente: en su novela El mundo per­dido —aventura emprendida por unos amigos de las emociones fuertes al Mato Grosso, donde encontrarían seres antediluvianos, entre ellos dinosau­rios—, Conan Doyle había afirmado que no es difícil falsificar una fotografía o un hueso si se sabe cómo hacerlo.
Desde que Charles Darwin escribió en 1859 su Origen de las especies, sabios de todo el mundo habían comenzado a buscar lo que se dio entonces en llamar el eslabón perdido, es decir, el estado intermedio entre el simio y el ser humano, su actual descendiente. Se había desatado una verdadera fiebre entre los científicos que se creían dig­nos de este nombre. Tenían que lu­char por obtener la prueba que tanto se buscaba. Y finalmente, en 1912, correspondió a dos sabios británicos sumamente modestos el honor de des­cubrir ese eslabón.
Uno de ellos se llamaba Charles Daw- son y era, además de abogado, un gran aficionado a la geología y a los fósiles que vivía en Lewes, lugar cercano a Piltdown. Tuvo noticias de que en cierto sitio —jamás se supo quién le había informado— era posible que pudiera desenterrar alguna pieza de valor. Tuvo suerte. Con sólo dos o tres paladas que dio, encontró unas herramientas supuestamente prehistóricas, además de un cráneo acompañado de su corres­pondiente quijada. Los ingleses se sin­tieron sumamente satisfechos con el hallazgo, al que dieron el nombre de Eoanthropus. Era, sin duda alguna, el eslabón perdido. Quedaba demostrado que las Islas Británicas habían sido el primer país donde se instaló el hombre primitivo, una vez superada la etapa inicial de vulgar simio.
Era lógico que así fuera, afirmaron, porque Gran Bretaña era no sólo la
primera potencia naval, sino la más rica en intelectuales del mundo.
Una vez que se realizó el descubri­miento, Dawson mostró las valiosas piezas a su amigo el paleontólogo Arthur Smith Woodward, miembro del prestigioso Museo Británico. Se emo­cionó tanto el señor Dawson con el descubrimiento que vino a morir cuatro años después, no sin antes suplicar a Woodward que siguiera escarbando. Y así éste siguió adelante durante cinco años más, pero tuvo que abandonar la tarea al caer en la cuenta de que no obtenía éxito en la empresa. Hizo bien en darse por vencido, porque jamás hubiera bailado en aquel lugar nada que valiera la pena.
En 1931, cuando tampoco Wood­ward pertenecía ya a este mundo, cierto David Charles Waterton, profesor de anatomía en el King’s College de Lon­dres, declaró que la quijada debió perte­necer a un simio cualquiera ynoaun ser humano, y lo mismo dijo el paleon­tólogo William Howells. Les mandaron callar a ambos, porque aquello que de­cían era atentar contra el prestigio de la patria. Bueno es decir que este Waterton, amigo de Conan Doyle, era sumamente aficionado a gastar bro­mas a los incautos. Se sabe que en cierta ocasión cazó un mono sin impor­tancia y le modificó el cráneo, para darle apariencia humana. Conocía ade­más el lugar donde excavaría Dawson, y que carecía de vigilancia. Sería fácil esconder bajo tierra lo que a uno le viniera en gana.



Es descubierto el fraude de Piltdown

En 1949, el Dr. Kenneth Oakley, del Museo Británico, sintió curiosidad por determinar la antigüedad del cráneo de Piltdown, ahora que se disponía de técnicas más avanzadas. Descubrió que no tenía más de 50.000 años. Muchos científicos comenzaron a sospechar. Algo no andaba bien.
Tres años más tarde se atrevió a intervenir el Dr. J. S. Weimer, antropó­logo de la universidad de Oxford, y declaró lo siguiente: cráneo y quijada pertenecían a seres distintos, un hom­bre y un orangután, respectivamente. Añadió que los dientes habían sido li­mados y envejecidos artificialmente, por medio de bicromato de potasio.

responsable de la falsificación a Arthur Conan Doyle, quien estuvo también en las excavaciones. Además de creador del personaje de Sherlock Holmes, au­tor de novelas fantásticas, espiritista convencido y médico inventor de las técnicas policíacas modernas —junto con Edgar Alian Poe —, fue gran aficio­nado a la paleontología. Es decir, le gustaba coleccionar fósiles. Uno de los científicos que culparon a Conan Doyle fue el ya mencionado Winslow. Otro, Alfred Meyer, ambos declararon que la pieza fue fabricada con huesos proce­dentes de Ichkeul, localidad cercana a Túnez.

Cuando fue descubierto el cráneo de Piltdown, la paleontología estaba aún en pañales y los sabios no pasaban de simples aficionados. Pero cuando L. Leakey encontró recientemente en Kenia los restos del Australopithecus, que logró reconstruir, sus colegas creyeron en él por una sencilla razón: se contaba ya con técnicas confiables para conocer su verdadera edad.
La ciencia pensó entonces que Daw­son, quien había sido en vida un per­fecto gentleman, debió ser engañado por algún malintencionado y que ese alguien debió haber sido el entonces joven Pierre Teilhard de Chardin — imposible que el culpable fuera súbdito de la Corona británica—, quien estuvo presente en las excavaciones. Sin em­bargo, no faltaron los antropólogos que culparon a otras personas. Para enton­ces se sabía ya que el cráneo pertenecía no a un hombre, sino a una mujer, muerta bacía menos de mil años, así como que la quijada era de chimpancé, o tal vez de orangután, que dejó de existir hacía apenas un siglo.
Dos investigadores contemporá­neos coincidieron entonces en hacer
Si fue Conan Doyle quien ideó la falsificación del cráneo de Piltdown, lo hizo a la perfección, porque sobrevivió veintidós años a su muerte, acaecida en 1930. Se ha dicho que no lo hizo por maldad, sino para burlarse de la inge-
Caricatura del genial escritor Arthur Conan Doyle, quien, además de ser el creador del famoso detective Sherlock Holmes, autor de novelas fantásticas, médico y espiritista, ha sido acusado por dos investigadores contemporáneos de ser el falsificador del cráneo del hombre de Piltdown, muy probablemente para burlarse de la ingenuidad de los científicos de la época.
nuidad de los sabios de la época. De haber existido en sus días la técnica del radiocarbono, de la termoluminiscen- cia u otra similar, no le hubiera resul­tado tan sencillo gastar aquella diverti­da broma.

Pero de todos los fraudes paleon­tológicos cometidos, tal vez el más fa­moso y el que durante más largo tiempo logró engañar a los científicos haya sido el fabricado en la localidad de Piltdown Common, situada en la región oriental del Sussex inglés. Y ha seguido provo­cando comentarios porque intervinie­ron en él dos personajes eminentes, cuya fama ha alcanzado hasta nuestros días. Uno fue el jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), arqueólogo, paleontólogo y filósofo francés, quien estudió los orígenes del hombre y es­cribió libros que provocaron grandes polémicas cuando aparecieron después de su muerte.

No ha sido el de Piltdown el único fósil falsificado


A partir de 1955, el geólogo hindú Viswa Jit Gupta, profesor en la univer­sidad del Punjab, estuvo estudiando los restos fósiles de ciertos conodontes y amonitas hallados por él en las estribaciones del Himalaya, cuya edad alcanzaba los 360 millones de años. El descubrimiento no podía ser más inte­resante: había sido realizado en unas capas sedimentarias situadas en el lu­gar exacto donde el subcontinente del Decán, desprendido por aquellos tiem­pos de la costa oriental del continente africano, se desplazó para ir a impac­tarse contra la región meridional de Asia y formar la cordillera más alta del mundo, que sigue elevándose aún.Pero en 1989 apareció el australia­no John A. Talent, profesor en la uni­versidad de Sydney, para declarar que los fósiles teman la edad que había dicho Jit Gupta, pero no eran del Himalaya, sino que procedían de Amsdell Creek, Nueva York, y de la localidad marroquí de Erfud. Quién sabe de qué medios milagrosos se valie­ron los fósiles para trasladarse de un sitio a otro. El hindú protestó airada­mente, pero no fue capazde decir en qué lugar había descubierto las malditas piezas.Más divertido sería lo sucedido en 1984 en el poblado andaluz de Orce. Las autoridades habían invitado a qui­nientos sabios a un simposio interna­cional, de tres días de duración, donde se discutiría sobre los restos del que dieron en llamar «hombre de Orce», descubiertos en el verano de 1982. Hubo que cancelar en el último minuto el acto, al descubrirse que los restos hallados no pertenecían a un adoles­cente de diecisiete años, que vivió hacía la friolera de millón y medio de años, sino a un simple asno muerto hacía cuatro meses.Los descubridores del supuesto fósil, miembros al parecer del Instituto Paleontológico de Sabadell —España—, según dijo la prensa, hallaron por esosEl teléfono que repicó en la noche  mismos días, en una cueva de la provin­cia de Murcia —también en España—, la falange de la mano derecha de un fósil humano que podría ser el más antiguo hallado en Europa.


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